Hay veces, no sabe uno muy bien porqué, donde nace el éxtasis más absoluto en situaciones que no son las más propicias a priori. Míticos ambientes místicos surgidos casi de la nada donde te elevas a un nivel absolutamente supremo al que jamás pensabas que ibas a poder llegar porque, en realidad, tampoco pretendías hacerlo. No sé. Un día cualquiera de julio que sales por la noche para combatir la canícula sin más pretensión que dar un paseo por Sevilla, y, no sabes muy bien cómo, pero terminas de madrugada en la terraza del Doña María acompañado de la persona que amas, la de balón en la siniestra, y viendo la Giralda iluminada de fondo. O momentos navideños en un hotel perdido de la sierra donde por el ventanuco se observa la nevada mientras al calor de la chimenea te acompaña de fondo tu disco favorito al tiempo que entornas los ojos. Instantes mágicos, rayando lo espiritual, donde piensas que no te cambiarías por nadie, pero por nadie, de este mundo. Esos pequeños grandes placeres que exceden de lo terrenal y que son imposibles de explicar en negro sobre blanco por muchos ejemplos que pongas. Situaciones que con el tiempo recuerdas y no sabes si fue un sueño o aquello pasó de verdad.
Momentos etéreamente reales hemos vivido en clave sevillista por decenas en los últimos años, todos ellos de una importancia quintaesencial para la historia de nuestro club. Imagino que cada uno tendrá el suyo. Yo, en el campo, saboreé cada milésima de la peinada de Kanouté en Monaco. Del zurdazo de Puerta el jueves de feria. De la cabalgada de Adriano en Glasgow tras asistencia de Palop. Del gol de Navas en el Camp Nou. Goles indelebles en mi mente y en la tuya y con los que vivimos momentos que recordaremos toda la vida. Pero, ni sé porqué ni quiero saberlo, el gol con el que alcancé el orgasmo futbolístico más absoluto fue con el que le marcó Antonio López al Madrid en unas semifinales de Copa en era caparrosiana. Sí. Ese. Como digo los momentos místicos tú no los eliges sino que te eligen ellos a ti. Misterios de la mente. Sentimientos.
Corría la temporada 2003 – 2004 y tras eliminar al Atleti después de meterle 4 en Nervión, el cruce nos había emparejado con el campeón de liga: el Real Madrid de Roberto Carlos, Zidane o Raúl, quedando por la otra parte del cuadro el Zaragoza (que terminó Campeón) y el Alavés. En el partido de ida jugado el 4 de febrero el equipo hace un digno encuentro pero termina sucumbiendo por 2-0 con goles de Solari y Raúl. Lógicamente tras eso, todos pensamos que la Final, esa Final soñada que la historia nos debía, era imposible. Pero esa idea nos duró un suspiro en la mente. Tras golear en casa al Mallorca a los 3 días el Sevilla preparó la vuelta de las semifinales como nunca antes se había visto por Nervión. El ambiente previo intuía que el 11 de febrero, día de Nuestra Señora de Lourdes, se iba a obrar el milagro. Poco a poco el entorno fue articulando los mecanismos para que el sevillismo imbricara en su mente la posibilidad de pasar. Y, oye, que era el Campeón de Liga el que nos visitaba, que traíamos un resultado horrible de la ida y aquel conjunto de Caparrós tampoco era un equipazo. Pero se creó tal comunión, se preparó tanto el ambiente que todos soñamos con la proeza. Se recordó que el Madrid ya se había llevado cuatro ese mismo septiembre en uno de los mejores partidos que jamás le vi al Reyes con nuestra sagrada casaca, desde el Consejo se arengó a la masa sevillista, en las previas se veían los balcones engalanados con banderas sevillistas, etc. A la hora del partido nadie dudaba que aquello iba a ser un infierno para los de Chamartín.
En nuestro mágico Nervión hemos vivido en lo que va de siglo ambientes auténticamente impresionantes. Desde los partidos de promoción de ascenso a primera con ese gol del Mami Quevedo al Villarreal, como a las variadas semifinales coperas y europeas, pasando por partidos contra Betis, Madrid o Barcelona donde salieron irremediablemente goleados. Sin embargo, mi mente alcanzó su cenit ese 11 de febrero de 2004 cuando el equipo salta al campo. Jamás vi nada similar. El empuje de la afición era tal que lo que tenía que pasar, lo único que podía pasar, pasó. A los 40 segundos, Darío Silva la deja muerta y Antonio López fusila a César Sánchez. Tú en tu casa, nosotros en la hoguera.
Yo he vivido en primera persona y en el campo todas las gestas logradas por el Sevilla en Nervión todos estos años. Y creo que, nunca jamás, el Ramón Sánchez Pizjuán ha vibrado tanto como en los minutos previos a ese partido y en la celebración de aquel gol. El Estadio se vino abajo cuando el balón besó la malla. Literalmente. Si alguna vez noté los cimientos de mi coso tambalear, fue ese día, ese instante. Aquello fue un momento místico, de éxtasis absoluto que sólo los escogidos que estuvimos allí recordamos. Más que alegría, fue un shock en el cual los aficionados nos mirábamos, trasladados a un mundo superior donde sin palabras nos decíamos todo. Desgraciadamente no sucedió lo que debiera haber pasado. A pesar de que el equipo se dejó la piel y ganó el partido, fue el equipo merengue quien pasó en una semifinal que recordarán los anales nervionenses tras la visita barriobajera del Delegado del equipo visitante bajó al vestuario arbitral en el descanso.
Y ahora aquí estamos. Noto otra vez ese ansia de ganar en la afición sevillista y un convencimiento de que vamos a comernos al rival ya sea el Atleti de Simeone o el Brasil del 70. Otra vez en semis. Otra vez en febrero. Otra vez contra un equipo capitalino. Otras vez con muchas razones para no ser razonables. Otra vez teniendo que remontar. Otra vez con los que están en el tercer anillo aporreando nuestro corazón para que el miércoles no falte ni uno de nosotros, los elegidos a la gloria. Otra vez se empiezan a ver Centenarias colgadas en los balcones. Otra vez noto aquella comunión entre grada y equipo, con el Sánchez Pizjuán llegando al sobresaliente en la escala de Richter. Misticismo blanquirrojo. Otra vez ese nervioneo que se te mete en el estómago desde días antes.
Sí, días antes. Porque a ti te pasa como a mi. Llevas unos días en que, no sabes porqué, vas andando por la calle y te brota el himno de El Arrebato en los labios. Tu mujer te pregunta que qué cantas y tú dices que nada, que cosas mías. Tú no lo dominas y en el fondo da igual que quieras o no. Pasa porque tiene que pasar. Es lunes, hace frío, has pasado mala noche, pero todo te da igual. Son instantes que estás en la parada del autobús, en la biblioteca o en tu puesto de trabajo y empiezas a cantar por lo bajini canciones de los Biris. Da igual, una cualquiera. El de al lado, que no sabe de qué va la película (o no quiere saberlo) te mira como pensando que estás loco. Pero hay otro más atrás que te mira, sonríe, y entre susurros te sigue el cántico. Y tú de soslayo lo vez y con media sonrisa vas recordando que La Giralda de nuestra ciudad verá sólo un equipo ganar.
No te dé vergüenza. Sigue cantándola. Pero bajito. No te estropees la voz en el ensayo que el miércoles hay concierto.
Lolololoooo lo-lo-lo-lo-looo