Me crié escuchando como me relataban las jugadas del niño de Oro, de Juan Arza, el fútbol de Ramoní, los remates de Campanal o el “pato” Aráujo, las estiradas de Bustos y algo de Eizaguirre.
Tiempo después de aprender a escuchar he tenido la dicha de ver, de contemplar o de admirar.
He visto como un tipo de 1,92 baja los balones del cielo, los acaricia y sirve como Dios a sus hijos, manteniendo la compostura, con la agilidad de una gacela, con el porte de un flamenco en su equilibrio, he visto a Frederic Kanouté dictar magisterio universal, construir fútbol catedralicio con la facilidad con que otros dan paletadas de cal y arena.
He visto a otro divino delantero saltar en carrera para acoger en su pecho balones imposibles, para hacer escorzos inverosímiles y fugarse entre un mar de piernas para amartillar un potente y colocado disparo en una fracción de segundo ante la mirada sorprendida e impotente de los defensas rivales.
He visto a un canijo que carece de estómago, de intestinos, de huesos y articulaciones porque todo en él debía de ser pulmones por dentro para desde el lateral derecho atacar los sistemas rivales a base de velocidad y calidad, de llevar grabado en el entrecejo la palabra “victoria”.
He visto a un Dios en nuestra meta volando de palo a palo para detener balones imposibles para cualquier humano, detener penaltis a troche y moche, para revestirse por dentro de una carmesí del Cien y subir con el corazón en la boca a enganchar un bendito cabezazo u ofrecerse generoso en el sacrificio para ser imán en duelos en Getafe o el Pizjuán ante los mayores colosos.
He visto a un joven barbilampiño anotar el mejor gol jamás marcado a orillas del Meditérraneo siendo el auténtico heredero de generaciones de arte, de hombres de filigrana, explosivos, imprevisibles que conducen sin que tiemble el pulso por el filo de insondables precipicios y que son víctimas ocasionales de su propia magia y víctimas eternas de su propia entrega hasta haberlo visto morir sobre el césped.
He visto a hombres de ébano fabricar sombreros al por mayor en cualquier esquina del campo, o cabalgar una banda izquierda hasta entrar en cierta portería de un no menos mítico Hampden Park.
He visto a un pálido rubio multiplicarse como peces y panes en un año de gloria o a un rudo serbio imponer disciplina derrochando arrojo o a un francés de exquisito lenguaje futbolístico actuar como “maître” de nuestra mejor defensa y a un italiano de corazón caliente romperse su camisetita en una tarde holandesa como a un almeriense irse corriendo hacia el gol norte del Ramón Sánchez Pizjuán de Barcelona a celebrar un gol ejecutado en el gol sur.
He visto a otro joven canijo recorrer mil y una veces la banda, conduciendo, mandando, sirviendo, anotando. En apariencia frágil y en realidad grácil, en la memoria con un balón que dio un Mundial o con otro en el último segundo del último minuto de una larguísima temporada para acabar marcando tras dos intentos de asesinato sobre su persona.
He visto a unos corazones desbocados llegados desde Mallorca, uno más bajito y otro más alto, que auparon a este Sevilla hasta lo que es hoy; a unos capitanes bragados, bizarros y odiados por España que levantaron el pendón de nuestro orgullo hasta límites infinitos y a uno de ellos izar sobre su cabeza y todas las nuestras una copa tras otra tras otra.
A todos ellos los vi, los he visto, los veo sobre el césped del Ramón Sánchez Pizjuán. Todos ellos me hicieron llorar, derramar muchas lágrimas, me hicieron acompañarlos envuelto en bufandas o extrañas banderas por toda Europa y España. Tengo la suerte de poder contarlo hoy cuando alguno de ellos todavía comparece domingo tras domingo.
Jamás podré tener una mala palabra aparte de algún puntual cabreo para los fabricantes de sueños, para los instigadores de las lágrimas, para los constructores de mucha felicidad, para quienes me invitaron a a mí y a los míos a viajar hacia el paraíso.
Honor y gloria a todos ellos.